lunes, 7 de diciembre de 2009

los cisnes

Era un gran perro. Era un gran animal. Era un gran ser. Era mi perro.

Era pequeñito y marrón, no oscuro, claro como si se hubiera desteñido. Siempre arrastraba la vieja cazadora azul marino de mi padre, desde que él la olvidó en un bar.

Siempre parecía ilusionado, no estoy loco, no lo trato como a una persona, simplemente yo le entendía. El pobrecillo sufría terribles torturas. Siempre estaba fuera cuando hacía frío, nevaba, llovía, si hacía viento, calor… y sin caseta, ni un tronco al que acercarse. Se tumbaba en el suelo cerca de la puerta esperándonos.

Un día muy importante para mí, en el que yo estaba tan nervioso, que tartamudeaba, e incluso perdí mi cartera, él me ayudó, me llevó la cartera, y se quedó conmigo hasta que me tranquilicé lo justo. Entonces salió corriendo y me dejó a solas con ella.

Pobrecillo

Mi padre nunca lo dejaba subir al coche. Así que él corría por fuera, y hacía todo lo posible por alcanzar al coche.

Un día, que mi padre estaba especialmente cruel, le hizo una seña, para que corriera delante del coche. Él lo hizo, supongo que pensó algo como “le abriré el camino, le protegeré de los demás coches, le guiaré a casa”. Él siempre era bueno, nunca tuvo ni una pizca de rencor.

Y mi padre aceleró.

Cuando lo enterré, en una tumba grande, para que quedara claro que no era un perrito, sino un gran perro, cogí la vieja cazadora de mi padre. Hice lo que creí mejor. Subí al estanque de cisnes, con canales de agua rápida, que parecen un laberinto cruzándose y moviéndose en distintas direcciones entre los pequeños caminitos de piedras. Me puse la gastada y mordida chaqueta. Y caminé por allí, entre los cisnes, que no notaron mi presencia.

A lo lejos vi a mi padre viniendo a por mí. Así que dejé la cazadora sobre un tronco, cerca de la pared de piedra, para que pudiera descansar a salvo del viento y la lluvia. Y bajé.

Y el estanque de cisnes nunca más existió.

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